A propósito de la Pila Bautismal
Por Ricardo Mejía
Cuando mi familia se instaló en Fátima yo estaba recién bautizado en la iglesia de La América, barrio del cual procedíamos.
Esa prisa por nacer nunca me la perdonó el padre Lalinde, que pensaba que tenía que haber esperado para ver la luz en su parroquia, aunque el embarazo durara dieciocho o veinte meses. Por semejante error de cálculo no quiso darme la primera comunión. Cuando llegó el día y tuve que acudir al entonces padre Flavio Vélez, el de la 33, que era primo de mi amá y muy allegado a la familia. Esta maniobra estratégica no se la
esperaba el cura Lalinde y cada que me veía en la iglesia interrumpía la misa, por muy solemne que fuera, para sacarme de las orejas y chutarme de una patada en el culo por la rampa hasta donde estaba Yeyo jugando con barquitos de papel en la pila bautismal mientras esperaba el momento de tocar las campanas.
Un día decidí cubrirme la cabeza con una mantilla blanca de encaje, de las que usaban mis hermanas para ir a la iglesia, y conseguí pasar desapercibido hasta la hora de la eucaristía. Cuando llegó mi turno y saqué la lengua para recibir la hostia fui reconocido, a pesar de la mantilla y de unas pecas que me había pintado en la nariz con lápiz de ojos y el cura me dejó con la lengua afuera mientras se le ocurría un castigo ejemplar. Tres minutos eternos sacándole la lengua, aquella vez sin mala intención. Entonces llamó a Josesito que estaba recogiendo la limosna por segunda o tercera vez y le ordenó que apagará la lámpara de cristal de murano que pendía del techo como una colosal espada de Damocles y que dejara encendidas solamente las velas, después lo mando a que trajera de la sacristía un paquete de rayos de Andagoya de los que le mandaba cada año el obispo de Quibdó, para cuando se muriera Jesús el viernes santo, y que pusiera en la rockola parroquial, a máximo volumen, el disco de la Cabalgata de Las Walkirias, de Wagner, porque iba a proceder a maldecirme en latín, sin mirarme a la cara tal cual mandan los cánones.
Cuando empezó con aquello de «Vade retro Satana…» yo salí de la fila y como iba descalzo no provoqué ningún ruido que lo hiciera reaccionar. Total, que la maldición le cayó a misia Julia, la de la araucaria en el jardín a dos casas de la nuestra, una viejita encogida por el peso de tantos siglos que llevaba encima, sorda y enjuta de cara, que estaba detrás de mí. Al terminar con su diatriba el cura le dijo a Josesito que dejara ya de tirar rayos, que detuviera la música y encendiera la lámpara que esta vez el sortilegio le había salido a la primera.
Entonces se giró para rociarme con el agua maldita y fue cuando se dio cuenta de que acababa de maldecir a misiá Julia, la de la araucaria, la única santa que teníamos en la 65A, capaz ella sola de neutralizar a María Correa, la bruja de la esquina. Mientras todo aquello ocurría dentro del templo yo estaba en la pila bautismal jugando con Yeyo al “tocado y hundido” con barquitos de papel.